Una ráfaga de viento recorre los amplios y llanos campos, llevando consigo el aroma de la tierra húmeda y el aire salado del Mar del Norte, y de repente parece como si la propia luz se convirtiera en el color. Cualquiera que contemple la pintura holandesa se da cuenta inmediatamente de que la luz es aquí la verdadera protagonista. Al contrario que en la soleada Italia, donde los artistas del Renacimiento buscaban el dramatismo en el mármol y los frescos, los Países Bajos celebran lo cotidiano, lo no espectacular, la vida en sus tranquilos matices. En los cuadros de Vermeer, por ejemplo, en los que un rayo de sol entra por una ventana y baila sobre una lechera, lo invisible se hace visible: quietud, concentración, un momento que parece durar para siempre. Los holandeses sabían cómo captar lo indecible en color, no con patetismo, sino con una curiosidad casi científica por lo que realmente ve el ojo.
Basta con echar un vistazo a los autorretratos de Rembrandt para sentir el áspero lienzo bajo las yemas de los dedos. Sus pinceladas son como huellas de una vida que no teme mostrar incluso las sombras. Mientras que los impresionistas franceses buscaron más tarde la fugacidad del instante, fueron los maestros holandeses quienes captaron mucho antes al óleo el juego de luz y oscuridad, de brillo y opacidad. Rembrandt, pero también Frans Hals, Jan Steen o Judith Leyster: todos ellos pintaron no sólo rostros, sino personajes, no sólo escenas, sino historias enteras, capturadas en un único y vibrante instante. Y luego está la revolución silenciosa del grabado: Los finos grabados de un Hércules Segers, cuyos paisajes surrealistas siguen considerándose hoy precursores de la modernidad, o los magistrales grabados al cobre de Rembrandt, que creaba mundos enteros con unas pocas líneas.
Pero el arte holandés es algo más que el Siglo de Oro. Cualquiera que pasee hoy por Ámsterdam se topará con la fría claridad de Mondriaan, cuyas composiciones de líneas y colores primarios parecen un eco de los interminables canales y campos: reducidas a lo esencial, pero llenas de ritmo. La fotografía, de Ed van der Elsken a Rineke Dijkstra, capta la vida en las calles, en las playas, en los rostros de la gente: directa, honesta, a veces descarnada. Y aparece una y otra vez esa luz especial que hace de Holanda un país único: una luz que no deslumbra, sino que revela. Al contemplar una obra de arte de los Países Bajos, no se tiene sólo una imagen en las manos, sino un trozo de atmósfera, un soplo de viento, una gota de lluvia sobre el cristal de una ventana... y tal vez incluso un momento de eternidad.
Una ráfaga de viento recorre los amplios y llanos campos, llevando consigo el aroma de la tierra húmeda y el aire salado del Mar del Norte, y de repente parece como si la propia luz se convirtiera en el color. Cualquiera que contemple la pintura holandesa se da cuenta inmediatamente de que la luz es aquí la verdadera protagonista. Al contrario que en la soleada Italia, donde los artistas del Renacimiento buscaban el dramatismo en el mármol y los frescos, los Países Bajos celebran lo cotidiano, lo no espectacular, la vida en sus tranquilos matices. En los cuadros de Vermeer, por ejemplo, en los que un rayo de sol entra por una ventana y baila sobre una lechera, lo invisible se hace visible: quietud, concentración, un momento que parece durar para siempre. Los holandeses sabían cómo captar lo indecible en color, no con patetismo, sino con una curiosidad casi científica por lo que realmente ve el ojo.
Basta con echar un vistazo a los autorretratos de Rembrandt para sentir el áspero lienzo bajo las yemas de los dedos. Sus pinceladas son como huellas de una vida que no teme mostrar incluso las sombras. Mientras que los impresionistas franceses buscaron más tarde la fugacidad del instante, fueron los maestros holandeses quienes captaron mucho antes al óleo el juego de luz y oscuridad, de brillo y opacidad. Rembrandt, pero también Frans Hals, Jan Steen o Judith Leyster: todos ellos pintaron no sólo rostros, sino personajes, no sólo escenas, sino historias enteras, capturadas en un único y vibrante instante. Y luego está la revolución silenciosa del grabado: Los finos grabados de un Hércules Segers, cuyos paisajes surrealistas siguen considerándose hoy precursores de la modernidad, o los magistrales grabados al cobre de Rembrandt, que creaba mundos enteros con unas pocas líneas.
Pero el arte holandés es algo más que el Siglo de Oro. Cualquiera que pasee hoy por Ámsterdam se topará con la fría claridad de Mondriaan, cuyas composiciones de líneas y colores primarios parecen un eco de los interminables canales y campos: reducidas a lo esencial, pero llenas de ritmo. La fotografía, de Ed van der Elsken a Rineke Dijkstra, capta la vida en las calles, en las playas, en los rostros de la gente: directa, honesta, a veces descarnada. Y aparece una y otra vez esa luz especial que hace de Holanda un país único: una luz que no deslumbra, sino que revela. Al contemplar una obra de arte de los Países Bajos, no se tiene sólo una imagen en las manos, sino un trozo de atmósfera, un soplo de viento, una gota de lluvia sobre el cristal de una ventana... y tal vez incluso un momento de eternidad.